ESTAMOS PERDIENDO TANTO PARA GANARLO TODO
Como cualquier domingo, como cualquier trabajadora de hostelería, salgo de casa temprano para incorporarme a mi puesto de trabajo. Voy escuchando la radio que suele acompañarme en el trayecto y todos los sentidos se ponen en alerta.
Los domingos ya no son cualquier cosa. Tener una ocupación laboral en un establecimiento de hostelería y la oportunidad de trabajar es algo excepcional en tiempo de pandemia y de cierre de restaurantes.
Después de dos controles de policía que comprueban que mi desplazamiento está justificado, me incorporo a la circulación urbana y veo decenas de personas caminando, mirando al frente, distanciadas, vestidas con chándal y zapatillas deportivas y el rostro cubierto con mascarilla ¿dónde he visto esta escena antes?
De repente la escena se transforma en una imagen terrorífica: en realidad se trata de un ejército de almas sin voluntad propia, sin objetivo alguno y con el
rostro inane, sin ilusión. Son el reflejo impersonal, depresivo, de la situación que vivimos, llena de miedo, incertidumbre y silencio.
Durante el trayecto tengo tiempo de recordar el bullicio despreocupado de los jóvenes recién levantados, llenos de ansia de volver a reunirse con sus amigos y seres queridos, pero también de las familias cargando el coche para pasar el día en el campo o la playa con los abuelos, las pastelerías llenas y el desayuno pausado del día festivo, en la terracita del bar favorito, decidiendo dónde reservar para la comida. Todas estas sensaciones parecen haberse esfumado después de un año de escaladas y desescaladas, que han dado paso a una sensación de resignación, de estar perdiendo algo realmente valioso, a lo que estábamos acostumbrados y a lo que no dábamos el valor que se merece: la libertad.
Libertad de salir de casa a cualquier hora, de vestir con las últimas compras de moda que nos favorecen, de no ser sanos y saludables por un día; de desayunar a las 12 del mediodía (o tomar una cerveza), de invitar a compartir mesa a ese vecino que acaba de pasar y no tiene sitio. La libertad que nos permite tener una conversación políticamente incorrecta, sin miedo de dar tu opinión, de gastar una broma y que nadie se sienta ofendido…
De abrazar y celebrar un momento especial con un ser querido sin pensar que estás atentando contra la vida y la salud de nadie.
Estamos aplazando tantas cosas, renunciando a tanto por un supuesto bien común, que no podemos evitar reflexionar si realmente todas las limitaciones están justificadas bajo el paraguas de la pandemia.
Llegados a este punto te planteas si hay una justificación para no saber si tus hijos podrán continuar en el colegio que elegiste; si llegarás al trabajo y te encontrarás la puerta cerrada y nadie te da explicaciones; si esos ahorros que estás guardando para que, cuando no puedas trabajar, completen tu pensión se esfumarán sin haberlos disfrutado, si te vas a pasar la vida sufriendo por no llegar a fin de mes por más que trabajes.
¿Este terrible virus justifica la desconfianza hacia el vecino, la compañera, tus
padres, los profesionales, ….?
Antes de acabar el trayecto dominical también puedo ver que este escenario no es el mismo para todos. Que quienes imponen las normas se autoeximen de su
cumplimiento, sin ninguna empatía por el sufrimiento de sus conciudadanos.
Aunque la tecnología ha avanzado mucho y nuestras vivas se destilan a través de las pantallas de los móviles, las televisiones los ordenadores, … por fortuna no somos seres puramente tecnológicos, seguimos necesitando tocarnos olernos, somos seres puramente tecnológicos. En el bolso conviven la barra de labios y el espejo, con el móvil y la funda con las mascarillas de repuesto.
Empiezo la maniobra del aparcamiento y pienso si en un futuro no muy lejano
tendremos junto al DNI una cartilla de racionamiento. Me consuela pensar que
la resiliencia y el inconformismo de los seres humanos, en los últimos 300.000
años, nos ha permitido superar situaciones críticas como la llamada llaman
“nueva normalidad”. El espíritu de superación que ha llevado a nuestra especie
a hacer frente a las dificultades nos permitirá recuperar esa libertad para vivir y sentir que nos hace únicos.
Llego al trabajo, abro la puerta y entro a toda velocidad. Me siento afortunada, al menos hoy podré ganarme la vida honradamente, ser útil y compartir una sonrisa y un gesto amable con quienes me rodean. De momento ¡a dos metros, claro!
Nieves Gil